viernes, 13 de agosto de 2021

Nostalgias de sal

Marzo 2014

De niña me encantaba caminar por la orilla de la playa a las seis de la mañana, sentir el arena y las olas que vienen y van sin ninguna prisa. Escuchar muy temprano el ruido de las gaviotas peleando por comida. Reconocer el aire en mi rostro, el cabello golpeando mis mejillas y ligeramente introduciéndose en mi boca. Respirar ese peculiar olor a mar, una mezcla entre mercado de pescadores y cooperativa coprera, que entra por tus fosas nasales y se queda dentro toda una vida. El mar oscuro, verdoso, inmenso. Negro, profundo y vacío. 

Pasábamos horas tras una botella de plástico que el viento arrastraba kilómetros, días enteros en expediciones en las rocas cercanas, donde tantas historias habían ocurrido antes de nosotros. Meses de salvar almejas, estrellas de mar o agua malas. Años enteros de enterrar nuestras penas y nuestras alegrías en la arena oscura y caliente del Golfo.

Tenía once años cuando vi a mi madre por última vez. Murió a las tres de la mañana en una cama del Seguro Social. Vi el rostro de mi padre descomponerse y no necesité más. Caminé por horas a orilla de la playa, casi sonámbula, intentando no sentir, intentando no llorar. Regresé a casa más allá del medio día, estaban a punto de enterrarla. La recuerdo con su vestido blanco, las manos cruzadas en el pecho, en ese ataúd café, sin brillo. ¡Con cientos de flores alrededor, pero sin magia!

Mi madre, se llevó a mi padre... Prácticamente no volví a verlo jamás. Pasaba horas pescando en el mar, su trabajo se volvió su vida. Así que dos meses después de la muerte de mamá, mi tía Cristina llegó una tarde de sol, con sus profundos ojos verdes, su cabello despeinado y su sonrisa torcida, decidida a llevarme a Xalapa y alejarme del aroma a tierra y sal. Esperé a mi padre en el muelle hasta las once veintiséis de la noche y nunca llegó. Y lloré, lloré los 496 kms que recorrí hacia Xalapa. Llegué una madrugada de Noviembre, sin calidez en la atmósfera, sin olor a mar, sin languidez... Me recibió a cambio, una ciudad húmeda y fría, con sonido a tierra mojada, con sentido a flores, con olor a café, con sabor a araucarias, con imagen a esperanza; demasiado compleja para mí.

Papá escribió un par de cartas que fotografiaban mi mar del Golfo, que me hablaban de su vida, que traían consigo nuestro olor a coco. Cada día con el agua dulce de manantial de Xalapa, de mi cuerpo se desprendía  el viento arenoso de Jicacal. Por sus cartas supe que había comprado otro barco con el que alcanzaba distancias más profundas en nuestro mar. Me contaba de sus viajes por carretera, más de una semana hasta Reynosa o a Chetumal, según fuera el caso. Llegaba a los mercados de pescado de las pequeñas poblaciones y negociaba las mojarras con el mejor postor. Pueblo, tras pueblo, día tras día,  hasta vender las dos toneladas de carga. Dormía, comía y se bañaba en la camioneta, en compañía de los demás comerciantes, quienes ya eran parte de su familia y en compañía del recuerdo de mi madre, la única persona con quién podía conversar. Silencioso, retraído y pensativo, así era mi padre, así era su vida.

En todas sus cartas papá siempre prometió que pronto me vería en Xalapa, pero las condiciones nunca fueron buenas, el tiempo, el clima, la carretera, el mercado, nunca fueron los adecuados. Aún hoy me repito todos los días que fue cierto, que fueron las curcunstancias, que papá si quería verme. Tal y como lo decía en sus cartas, se moría por abrazarme, por llevarme a una de sus aventuras, por retornar juntos a Jicacal, por volver a fusionarnos con el arena, el mar y la sal.

Papá desapareció en una noche de pesca, dicen que días antes fue a la cervecería que está en la entrada de la laguna ostión, como en los viejos tiempos, a despedirse de los amigos. Era el mismo José de antes, pícaro y festivo. Rió toda la tarde, contó su viejo chiste malo del marinero cojo, bebió un par de cervezas oscuras y agradeció a todos el haber estado con él los últimos seis años. Por eso dicen que planeó su muerte, dicen que tenía una cita con mi madre esa noche. Nunca encontramos el barco, nunca encontramos su cuerpo, simplemente desapareció una noche de pesca.

Tenía 21 años cuando regresé, nada había cambiado, las mismas calles de arena, las mismas casas de teja, el escaso pasto de los jardines intentando sobrevivir a la salinidad, los niños jugando en las rocas de la playa, la pequeña iglesia a medio construir, el peculiar mercado de pescadores, Doña Marce, con su rebozo colorido, vendiendo empanadas en una esquina de la plaza, las gaviotas revoloteando alrededor del faro del muelle, y ese olor, ese olor a mar que no estoy segura si entra o sale de mí. ¡Tantas imágenes, tantos rincones, tantas nostalgias, tanta sal! 

Durante 17 años, cada que la vida me llevaba a Jicacal, justo en la puesta del sol, me embarcaba en la búsqueda de mi padre hasta que oscurecía, hasta que se apagaba el ruido de las aves marinas, el viento comenzaba a congelarme y el golpeteo de las olas se tornaba extraño para mí. Para las once veintiséis, alcanzaba el muelle, descendía en la oscuridad y caminaba a casa llorando, haciendo el recorrido de aquella niña de once años, que  varios años atrás, temblaba preguntándose por qué papá no había regresado y porque tenía que irse de su hogar. 

Hace 5 años dejé de buscar a papá. Una tarde, sentada, contemplando nuestro mar del Golfo, en una larga puesta de sol, con la única compañía de los pequeños cangrejos azules, que exactamente a la misma hora corren despavoridos a su refugio; entendí porque nací en esta tierra, porque extraño esta arena, porque extraño este aire, porque extraño este olor; porque cada noche lejos de Jicacal es angustiante para mí, porque los diminutos callejones xalapeños me ponen nerviosa, porque la lluvia constante de Agosto y ese olor a tierra mojada me altera, porque odio las mañanas de frío y porque vuelvo una y otra vez a esta tierra, que con cada ola, se ha llevado todo. 

Estoy a unos días de cumplir cuarenta y tres años, tengo justamente la edad en la que murió mi madre. Y soy feliz. Me encanta caminar por la orilla de la playa a las seis de la mañana, sentir el arena y las olas que vienen y van sin ninguna prisa. Observar el mar oscuro, verdoso e inmenso. Negro, profundo y vacío... Me encanta hacerlo sola, es como un ritual de purificación del alma. Amo cada mañana, cuando al regresar a nuestra pequeña casa de la playa, veo en la hermosa sonrisa de mi hijo, el amor de mi padre.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

En las noches de exacta soledad

Incluye extractos de poemas de Jaime Sabines.
Agosto 2014

"En las noches de exacta soledad, maldita y arruinada soledad sin uno mismo, trepan a la garganta y costras de silencio, asfixian, matan, resucitan..." 

Si al cerrar los ojos pudiera poner la mente en blanco para no sentir este vacío tan fiel al que Sabines describe y parara de pensar, de recordar. Si pudiera no permitir que resuciten. Ya no llorar, me cuesta no llorar cuando estoy sola. Aún no he podido dejar de extrañarlo, pienso en él, y siento este nudo en la garganta como una gran piedra de sal que me atraviesa, que de pronto explota convirtiéndose en millares de pequeños cristales que lentamente van incrustándose en mí carcomiendo una epidermis ya sin vida y lastimándome en cada aliento. Si respirar fuera suficiente, tal vez, sólo tal vez, no lloraría.

"A veces lo recuerdo. A veces sólo el cuerpo cansado me lo dice. Al duro amanecer estás desvaneciéndote y entre mis brazos sólo queda tu sombra."

A veces abro los ojos muy temprano, y me quedo ahí, inmóvil, perdida, pensando. Coloco mi brazo izquierdo sobre mi frente, me volteo hacia la ventana y me acurruco, y sin mover un ápice, veo el amanecer desde mi cama. Y voy siguiendo con mis ojos a través de la cortina traslúcida el camino del sol hasta que se pierde a medio día. Para entonces, ya han entrado a hablarme en más de dos ocasiones. Adriana es mi favorita, siempre toma la mano que cuelga sobre mi frente, le da un beso, toma mi dedo meñique y platica alrededor de una hora conmigo. Termina diciéndome cuánto me quiere y cuánto me admira. Se pierde en mis ojos inmóviles y en mi proceso de respiración profunda con la boca. Esto me pasa quizá dos veces al año, mi tanatóloga dice que son sólo válvulas de escape que no hay mayor razón para preocuparse.

"No lo salves de la tristeza, soledad, no lo cures de la ternura que lo enferma. Dale dolor, apriétalo en tus manos, muérdele el corazón hasta que aprenda. No lo consueles, déjalo tirado sobre su lecho como un haz de yerba."

Cuando el día a día me sobrepasa, Adriana y yo buceamos en el mar de Cortés. No hay nada que me relaje más que inhalar nitrógeno bajo el mar. Dentro, el mundo se detiene y nada importa. Podría perderme horas, estar ahí, sin moverme, simplemente en flotabilidad neutra. Dejando que el mar me lleve a donde tenga que llevarme. Adriana es mi única ancla a la realidad. Es ella la que siempre revisa el equipo, toma el control del plan de buceo, e incluso dentro es la que está pendiente del tiempo, el profundímetro y hasta de mi manómetro. ¡Me lo recuerda tanto! Obsesiva y estructurada como él. Tiene esas manos huesudas que tenía Jorge y esa mirada intensa que me da miedo. Cuando está molesta, frunce el entrecejo y aparece esa actitud altiva y prepotente, tal como su padre. Jorge odiaba las injusticias, tenía una pelea constante con el mundo. Nunca entendió que el poder, la fuerza y la violencia no solucionan nada, y aún cuando con cada beso trataba de transmitirle paz y con cada sonrisa mía ternura. No fue suficiente. Por eso me encanta bucear porque es el único lugar donde se me está permitido pensar en él, porque nadie puede ver mi alma llorando a través de la máscara.

"Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos, porque te quise a tu hora, en el lugar preciso, y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple, pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste."

Murió un 23 de Enero hace ya casi 4 años, lo apuñalaron en un bar. Murió solo, como vino al mundo, una fría madrugada de invierno. Había perdido mucha sangre cuando lo encontraron. Traía consigo todas sus pertenencias así que descartamos la posibilidad de un asalto. Una pelea de borrachos lo separó de mí. Jorge podía ser tan intransigente, esa necesidad de él de dominar, de tener siempre la razón, de creer que lo podía todo, al final le costó la vida. Era un tipo común, alto, flaco, de facciones duras, simple, serio, directo, claro, le exasperaba la gente estúpida y odiaba las arbitrariedades. Compartimos juntos toda una vida, lo amé como no he amado a ningún otro ser en este mundo, me sentía segura a su lado, me miraba y el mundo cambiaba, me besaba y me transportaba a otro espacio, me tocaba y el universo entero colapsaba. Creo que sólo Adriana tiene su habilidad de hacerme reír, nunca puedo enojarme con ella y siempre termino cediendo a lo que pida. Es una gran mujer, sabe lo que quiere, lo busca y lo obtiene.

"No es nada de tu cuerpo, ni una brizna, ni un pétalo, ni una gota, ni un grano, ni un momento: Es sólo este lugar dónde estuviste, estos mis brazos tercos."

Vinimos a Loreto siguiendo la maravilla de su fauna y flora acuática. Jorge estaba emocionado por la gran variedad de especies endémicas que se pueden admirar a lo largo de los 1200 kilómetros que conforman el Golfo de California. Escogimos este pintoresco pueblo incrustado entre el Mar de Cortés y la majestuosa Sierra de La Giganta a 352 kms de La Paz, porque en nuestra primera noche aquí nos abrazó una intensa lluvia de estrellas. Así qué hicimos nuestros los viajes en bicicleta por el malecón, los domingos de nieve de limón en la plaza central y cada festejo de nuestra señora de Loreto a inicios de Septiembre. Cada rincón de Loreto comparte conmigo una historia con él. No es que lo extrañe. Sucede que cada piedra edificante de este lugar lo reclama. Sucede que cada molécula de aire y agua de mi cuerpo lo exige.

" Los amorosos juegan a coger el agua, a tatuar el humo, a no irse. Juegan el largo, el triste juego del amor."

Adriana tenía 16 años años cuando le pedí a Jorge el divorcio una mañana de Agosto mientras desayunábamos. Tomó el último sorbo de su jugo y me dijo sin mayor pena "Si así lo quieres." Y así lo quise, porque la vida con él se trataba siempre de perseguir lo que no puede alcanzarse. Se trataba de estar parada a su lado esquivando golpes y atrapando aventuras. Nos separamos formalmente, pero vivimos juntos algunos años más hasta que murió. Éramos compañeros de buceo, fuimos compañeros de casa, compartimos la cotidianidad de la vida, cenábamos todas las noches juntos, hacíamos el amor una vez al mes y teníamos sexo todos los días. Dejé de jugar al amor y la posibilidad de irme me dio luz. Vislumbrar la libertad me arrojó nuevamente a él. 

"Mensamente, insoportablemente, me dueles. Toma mi cabeza. Córtame el cuello. Nada queda de mí después de este amor".

Su olor a madera vieja impregnó mi cuerpo, me he lavado durante días para desencarnarlo pero aún no he podido. A veces oigo sus botas arrastrarse por el patio trasero, me quedo callada sin moverme, me da miedo volverlo a ver. Algunas tardes, me he parado en la puerta de adelante cuando la maleza ha invadido la terraza y puedo imaginarlo trabajando, con ese caminar desganado que le dice al planeta entero que no lo merece, sus pantalones rotos y su sonrisa irónica remedando del mundo. Sé que me estoy volviendo loca, sé que aunque Adriana diga que es parte del proceso y todo es normal, estoy perdiendo la cordura. No sé si te siento, te veo y te escucho porque te extraño o porque odio que hayas invadido mi vida con tu porquería. Lo que sí sé, es que "te has muerto y me has matado un poco, porque ya no estás, ya no estaremos nunca completos, en un sitio, de algún modo."

domingo, 21 de julio de 2019

Akaal

Julio 2019

Comenzaste por olvidar el significado de las palabras. Abrías los ojos y me mirabas queriendo decirme tantas cosas pero ya no podías. Fue en Junio del 2016, en la época en que los árboles de chinines comenzaban a dar sus frutos, justo después del entierro de tu hermano Ricardo. Ahí decidiste dejar de hablar. Habías dicho tanto en tu vida que ya no valía la pena seguir pregonándolo; o tal vez, el sentido de las palabras eran ya simple nimiedades.

Me observabas, y me daba miedo... Me daban pavor tus ojos inmóviles, odiaba mirarte y no saber qué pensabas. Saberte ausente. ¡Cómo entender que te habías ido hace mucho, si estabas aún presente! ¿A caso lo estabas? ¿Sabías que me lastimabas? ¿Te importaba?

Me dejaste solo: solo, enfermo y triste. De la nada, ya no tuve con quién deshierbar plantas, ya no tuve con quién mecerme en la hamaca una tarde calurosa, con quién ir a comer pescado asado al puerto de Chiltepec, con quién recorrer los cacaotales en época de cosecha, con quién ir a beber una buena cerveza en las fiestas patronales. Y se me olvidó, se me olvidó que existía más allá de ti. ¡Qué culpa tenía yo de que tú hubieras deseado dejar de vivir! ¿Por qué tenía que cargar con la ausencia?

Pronto olvidaste incluso mi rostro. Te cuidaba día y noche, te bañaba, te limpiaba, te secaba ¡Y no sabías quien putas era! Entiendo, ¡Cómo si recordar un rostro fuera importante! Quizá no para ti, pero sí para mí que había compartido tanto contigo.

Un día las fuerzas y las ganas ya no fueron suficientes y dejaste de caminar. Te olvidaste de comer, tus esfínteres se volvieron débiles, tu mirada se quedó vacía, la mitad de tu cuerpo quedó inmóvil. Las noches comenzaron a atormentarte,  la vida comenzó a pesarte y cada día se convirtió en un suplicio suicida para ti. Y te fuiste yendo lentamente, olvidando que tenía sentido quedarte a mi lado. Y traté, te juro que traté de hacerte sentir que yo era tu hogar.

Comer dejó de ser una sutil mezcla de texturas y sabores. Ya no tenías fuerzas para masticar, ya no podías sostener una cuchara.  Pasaste de los sabores a selva centroamericana - de los tostones de plátanos, los verdes con chipilín, hoja santa y chaya, del chile amashito con sal, las tortillas de frijol, la salsa ácida de tomatillos silvestres, la yuca cocida en un buen caldo de res, la cascarilla de cacao triturado para acentuar los sabores, el color del achiote presente en los adobos tradicionales, el pejelagarto con cebolla morada marinada en naranja agria, de una buena charola de ostiones al tapesco- a las papillas de brócoli, chayote y apio. Y no tuve más remedio que olvidarme yo mismo de esos olores. 

Me permití irme consumiendo contigo. Dejé de trabajar, dejé de escribir, dejé de pensar, dejé de sentirme enraizado. Y dediqué mis momentos a honrar los segundos en los que me sonreías como si nos recordaras, estaba seguro que podías leerme como antes. Intentabas hablar diciendo palabras que no enlazaban, pero de alguna forma me hacía sentido y me aferraba a esas pláticas insípidas. Me habías enseñado tanto en la vida, habías sido mi sostén, la fuerza y dirección de mi desorden, mi ancla, mi timón y mi vela al mismo tiempo. ¡Me habías dado tanto de ti, que era imposible no verte y llorar de vuelta!

En los días de lluvia los huesos te dolían, en los días de calor la humedad dificultaba curar las heridas de tu espalda. No querías bañarte, no querías comer, no querías visitas, sólo querías dormir. Querías cerrar los ojos e irte. Pero yo estaba aferrado a ti, a tu estar conmigo, a lo que habías representado en mi vida, a quien habías sido.

Vivir era un silencio eterno para ti, así que aprendí a quedarme callado a tu lado. A sólo escuchar el trinar de los pájaros cada madrugada y el aullido de los monos arañas cada aguacero de verano. Aprendí a dejar de oirte, a sólo velar tus sueños y dejé de dormir, de alguna manera estaba obsesionado porque estuvieras bien, así que me levantaba a verte a las 11 de la noche, las 2, las 5 y las 7 de la mañana y despertaba pensando en ti muchas más veces en la madrugada. Me daba miedo perderte, tu respiración era lenta y casi escasa, así que observaba continuamente que tu diafragma aún tuviera movimiento.

Te dediqué mi vida, te cuidé y te serví hasta el último instante. Y no por obligación, no porque debía o por remordimientos, lo hice por amor y por lealtad. Porque te amé siempre, porque no concebía la vida sin ti, porque mi vida tenía sentido sólo en nuestra historia compartida. Lo hice porque me dolía ver cómo te consumías, ver cómo te habían olvidado todos aquellos a los que habías amado. A veces te entristecías, llorabas, y algunos días, recordabas tus propias historias inventadas, aquellas, donde yo no figuraba. Preguntabas por nuestros hijos, por nuestros padres, por nuestros nietos, por nuestros hermanos, por nuestros amores... Preguntabas por todo lo que creías que tú y yo éramos porque no sabías qué éramos. No tenías ni idea porque siempre me quedaba a tu lado.

Un día de Julio de 2019 no abriste más los ojos. Tomé tu mano aún tibia y te dije te amo. No me sentí vacío, ni solo, de alguna forma, te habías ido de mi lado hacía mucho. Así que sólo susurré Akaal entre mis labios que temblaban aún más que mi propio corazón, y me dispuse a dejarte ir...

"Akaal... Akaal hasta donde quiera que estés, en este universo o en la eternidad".

miércoles, 18 de abril de 2018

En el corazón de Bangkok

Abril 2018

Mi querida Jiawen!

Hace exactamente 17 horas 43 minutos ya, desde la última vez que te ví. Para ser ciertos, de hecho es también la primera vez en este tiempo.  No me costó trabajo reconocerte, aunque tus ojos son diferentes: grandes, mucho más grandes de lo normal, conservan esa aura de tristeza matizados con picardía. No sé si lo acordado por nuestras almas incluya volverse a encontrar en esta vida, pero me fue difícil simplemente no tocarte. Me viste 5 segundos a lo mucho, no me reconociste. Intenté abordarte pero todo tu ser me gritó al unísono, "Gracias por respetar nuestro trato".

Debo confesar que me preocupabas, hacía 34 lustros que no teníamos el placer de coincidir. Sufrí al dejarte, pero el invierno era demasiado frío en la provincia de Heilongjiang y mi cuerpo no fue capaz de resistir aquella pulmonía. Tengo tantas preguntas que hacerte. ¿Cómo fue tu vida? ¿Conociste a alguien más? ¿Nuestro hijo fue un hombre de bien? ¿No te costó trabajo seguir sin mí?¿Fuiste feliz mi querida Jiawen?

Te reconocí a lo lejos, desde que pusiste un pie en la azotea del "blue moon". Debajo de nosotros la caótica y agetreada Bangkok. Las luces de la ciudad a nuestro alrededor y el viento soplando nuestros rostros justo en el piso 63. Eres de tez morena, te queda bien por cierto, tus rasgos son latinos, me atrevo a decir que no mides más de 1.54 y eres una menuda señorita de unos 30 o 34 años. ¿Por qué decidiste nacer a miles de kilómetros de mí? No entiendo porque te empecinas en fortalecer tu espíritu al otro lado del mundo con un grisáceo y frío océano separándonos...Te observé, el viento hacía volar tu cabello y mordías tus labios, como cuando estás preocupada. Tal y como lo hacías en las estepas de la vasta Mongolia en 1226, cansados de caminar kilómetros sin encontrar comida y con la esperanza languideciente de hacerlo.

He llegado unos 11 años antes, si lo piensas bien, a nuestra edad la diferencia no es tan acentuada. Aunque puede ser contrastante visualizarme a los 23 años parado nervioso en Wat Arun, a punto de bendecir mi unión con Kim Liu, mientras tú, jugabas a cazar pompas de jabón en el jardín la escuela básica. Conocí a Kim en la preparatoria, es la tercera vida que compartimos juntos. Nuestras almas se han compenetrado tanto, que hemos acordado compartir hasta la eternidad. A veces siento que es una extensión de mí mismo, ella puede observar la melancolía que me provoca recordarte. Me ha dicho de mil maneras que deje de buscar lo que no está destinado para mí.

Las noches de abril en Bangkok suelen ser particularmente calurosas. Era justo la media noche cuando pisaste el último escalón del bar. Verte, después de haberte buscado por tanto tiempo, fue como un electroshock en mi sistema nervioso. Vestías simple, unos jeans y una blusa azul manga larga; y sonreías, con esa sonrisa franca y abierta que me robó el corazón varias décadas atrás, cuando te vi por primera vez a orillas del río Chao Praya. Una de tus amigas te llamó por tu nombre y con ese sonido quise sumergirme dentro de tu alma. Se detuvo la música un instante, y desde el "blue moon", ví el movimiento de las risas provenientes de Khaosan, sentí el sabor del incienso quemándose en el  Wat Pho y olí las gotas de agua que debajo de nosotros se esparcían en la celebración del Songkram. Kim también te sintió, tomó mi brazo, delimitando de alguna forma, lo que ha sido suyo los últimos años. Sonrojó y me dijo te amo sin emitir sonido.

Kim entró a mi vida el 31 de Agosto de 1858 justo la tarde en la que la armada Francesa entraba a Danang, en la primera de muchas batallas durante la colonización de Vietnam.  Yo era entonces, una niña de 11 años que sostenía con las manos ensangretadas la cabeza inmóvil de su madre. En el estruendo de la pólvora activa, vi danzar a mi padre y a mis hermanos el himno fúnebre de la guerra. Mientras secaba las lágrimas pegadas con tierra y saliva de mi cara, pude leer los labios de Kim diciendo "Corre". Y desde entonces, ha sido mi centro, lavando mi alma lastimada cientos de veces.

¡Has crecido tanto mi querida Jiawen! Transmites paz a distancia. Miras con esa vehemencia con la que adorábamos a Visnú y Siva en la selvática Funan, el Angkor Wat del siglo VI. Sonríes con la misma fascinación con la que entonabas cánticos en sánscrito venerando a nuestras deidades hindúes. Hablas con la misma sabiduría que sólo te da la experiencia de mil vidas. Y sin poder dejar de contemplarte, tuve ganas de correr hacia ti, tuve ganas de regresar en el tiempo, de caminar junto a ti tras las manadas de elefantes, de buscar juntos flores de bananas para la cena, de ser tu refugio en las lluvias que traen los mozones del sudoeste cada Julio, de amarte nuevamente a 41 grados centígrados. ¿Dónde has estado Jiawen? ¿Qué han visto tus ojos? ¿Qué guerras has vivido? ¿Qué dioses has adorado? ¿Qué templos has pisado? ¿Bajo qué luna, bajo qué sol, bajo qué cielo, bajo qué lluvias has llorado?

Hace algunos meses le diagnosticaron a Kim cáncer terminal, pronto me dejará solo. Hemos pactado encontrarnos en el próximo ciclo. Pero te he visto Jiawen, y eso lo cambia todo. Te he visto y en lo único que alcanzo a pensar es en hallarte, no importa cuántas tierras tenga que pisar, cuántos mares tenga que navegar, cuántos cielos tenga que mirar, cuántos dioses tenga que venerar, no importa el tiempo que tenga que gastar. Quiero amarte con esta cara, con esta sangre, con esta piel, en este ciclo, en esta vida, sin importar qué, quiero amarte hasta el último segundo de esta existencia humana, aún cuando más tarde, no estemos destinados a estar juntos, nunca más...

lunes, 16 de diciembre de 2013

Historias no contadas

Enero 2014

Escuché atentamente los últimos detalles de su historia, sorprendido, pregunté  unas cinco veces durante la conversación ¿Estás segura? La realidad, era que no lo estaba, pero no sabía cómo responder. Al finalizar nuestra plática me dijo contundentemente -"sí, estoy segura".


Me quedé mudo, observándola, vi como su rostro se descomponía y como intentaba no mirarme. Había decidido regresar con él. ¿Y yo? ¿Yo qué? Quise comprenderla, pero era demasiado. Me levanté de la mesa y me di la vuelta. 

¿A caso creía que seguiríamos viéndonos? ¿Habría creído que la abrazaría y le desearía que fuera feliz? Llevábamos más de 2 años juntos, me había tocado abrazarla mudamente buscando entendiera que su integridad estaba intacta, había estado con ella esas noches cuando sus ojos negros se llenaban de miedo y su cuerpo tiritaba, sin querer, la había escuchado llorar sola y la había sentido palpitar en mis brazos. ¿Y después de tanto hoy se daba cuenta que lo amaba? ¡Al diablo! 

Estaba enojado. Los zumbidos a mi lado cada vez eran más cortos y más frecuentes. El aire golpeaba mi cara y parecía que atravesaba el casco. Mi cabeza daba vueltas, no podía conectarme. Comencé  a sentir una punzada en el estómago y mi mirada se nubló. Bajé la velocidad hasta quedarme completamente detenido. Y ahí, a orilla de la carretera, estuve parado por horas...

Cuando llegué a casa sus cosas no estaban, el teléfono sonaba y el calefactor estaba encendido. Ilusamente pensé que tal vez volvería, pero la esperé durante muchos meses, y nunca volvió.

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Me costó trabajo decidirme, claro que sentía algo especial por él. Me había sanado, me había hecho sentir que valía la pena intentarlo. Recuerdo bien aquella noche dos años atrás, estaba asustada, casi lo desconocí, sostenido a esa furia y a esa vara, pudiendo incluso matar por defenderme. Escasamente recuerdo la escena, veo los pequeños cristales del parabrisas caer sobre mí, lo oigo a él gritando y vuelvo a sentir esa mezcla de miedo y esperanza.¡Si tan sólo pudiera amarlo!
 
Traté de amar su dulzura, de robarme su sonrisa en el alma, de que su compañía se conviertiera en más que una amistad honesta. Pero más allá del nosotros, yo tenía una historia pendiente, con grietas sí, pero con tanto compartido, que al final da igual. A veces no entiendo por qué nos da miedo dejar lo vencido, es como sí disfrutáramos la tortura diaria de la inanidad.

Pensé que entendería, al final, lo hacía por él. Lo esperé toda la tarde en casa, entendí que ya no quería verme, tomé mis cosas y me fui. No todos los encuentros tienen historia, quizá el nuestro no valía la pena contarlo. Volví varias veces para verlo, pero nunca pude tocar la puerta. No era el pensarlo lleno de ira, sino el pensarme olvidada.

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La observo cada mañana, odia levantarse temprano así que me toca verla en los primeros minutos del día. Cuando duerme pareciera que todo resulta, son los únicos minutos del día que estamos en paz. Tiene la mirada perdida y cabizbaja, hace los quehaceres diarios como sí eso fuera lo único que la llenara. Creo que aún no puede perdonarme. Y pensarlo me llena de rabia, me llena de rabia con ella, me llena de rabia conmigo.

A veces sonríe, bromeamos un poco, como lo hacíamos antes, pero siempre hay un "pero". Me desespera  tanto que quiera controlarme, que necesite una vida perfecta, que yo no le sea suficiente. Me duele lo nuestro, la amo, la necesito, no puedo estar lejos de ella, pero no soy feliz. Me asfixio.

 Me reprocha una y otra vez esa noche. ¡Perdí los estribos, qué más quiere escuchar!  He pensado en irme muchas veces, ninguno de los dos está bien, tal vez fue un error regresar... 
 
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En tardes como hoy, en las que salgo a caminar al parque la extraño, solía acompañarme para comentarme el minuto a minuto de su vida. Era como una niña que exploraba el mundo, siempre pensando en cuál sería el siguiente paso a dar. Supe por unos amigos en común que hace varios meses que no están juntos. Creí que me buscaría. ¡Tenía todo el drama ensayado! Y al final, dignamente la abrazaría y la introduciría en mi vida de nuevo; pero no lo ha hecho. Supongo que ya no le intereso, sé que tengo que sobreponerme a eso, pero no puedo evitar que cada centímetro de mi existencia me lleve a hacia lo que hoy, ya no somos.

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Pienso en él, en lo que tuvimos, en lo que compartimos, en lo que no se dijo, en lo que no se dio. ¡En toda esta historia que no contamos! Al final las cosas suceden por una razón y creo que los encuentros se dan porque tenemos experiencias que vivir y aprendizajes que asimilar, pero, ¿qué hace el alma cuando no puede digerir los errores cometidos? cuando no se perdonan las heridas hechas. Lo extraño, con cada vello de mi piel, con cada latido impaciente, con cada mirada encerrada, con cada suspiro pensado, que melancólicamente, me llevan hacia él, hacia lo que fuimos, hacia lo que intentamos ser, hacia lo que hoy, ya no somos. 

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Aún creo que pude haber tomado mejores decisiones. Su ausencia me ha dado un gran vacío. Tengo la necesidad de estar con ella, de buscar lo que fuimos, pero los últimos meses juntos fueron  un desastre. He llegado a pensar que la he idealizado, que las circunstancias me llevaron a esto. Me culpo, todos los días me culpo por haberla lastimado. Tengo nublado los recuerdos de ese día, la veo bajarse del auto llorando, lo recuerdo a él amenazándome y me recuerdo a mí aturdido.¡Fue el límite! La línea que al pasar, desfigura lo que eres.  Reflexiono en lo que perdimos, en lo que dejamos ir, y cada pensamiento me lleva hacia lo que hoy, simplemente ya no somos.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Cada vez nos despedimos mejor...


Basada en la obra "Cada vez nos despedimos mejor" de Alejandro Ricaño
Diciembre del 2013

Quedé conmovida al terminar la función, sentada ahí, sólo mirando, entre filosófica, sensible  y creo que el otro adjetivo es impotente. Tuve que desaletargarme de mi petrificación temporal debido a que la pareja de junto me apresuraba a salir; pero ni ese pequeño incidente, ni la cerveza que me tomé después del teatro, ni la caminata de cuadra y media para tomar un taxi, impidieron que siguiera dándole vueltas al tema. 

Y lo recordé, con esa sonrisa afable que no le gusta mostrar. ¿Dónde estaría él ahora? ¿Le estaría haciendo falta? ¿Habría una despedida más entre nosotros? Tal vez nuestra historia no sea tan social, ni tan predestinadamente trágica como la de Mateo y Sara. El sí nació en Diciembre de 1979, pero a mí, la vida me trajo 2 años después, ¡Y crecimos en lugares tan distintos!  Que nunca nos encontramos a una temprana edad. Así que no estuvimos juntos ni en el terremoto del 85, ni en el apagón del sistema electoral cuando ganó Salinas, ni en las manifestaciones de Cárdenas quien juraría terminó por venderse. Aún no lo conocía cuando en 1993  el subcomandante Marcos se levantó en armas, cuando mataron a Colossio en 1994, cuando los bancos en medio de una crisis nacional se declararon en quiebra y se dio origen a lo que muchos denominaron el fraude del siglo: el FOBAPROA. No vivimos juntos en el 2000 la celebración del nuevo México democrático que permitía subir al poder al Partido Acción Nacional, tampoco comentamos sobre nuestro presidente en turno, cuando a principios del siglo intentaba comprar tierras  a menos de 70 centavos de dólar para la construcción de un aeropuerto, o cómo allá en Atenco el entonces gobernador del Estado de México ejerció una terrible mutilación de los derechos humanos en el 2006.

Lo ví por primera vez en la azotea de mi casa en julio del 2008, había sido un ciclo escolar complicado,debido a la inundación de Tabasco en el 2007 se habían perdido más de 2 meses de clases. La situación económica de Tabasco no era la mejor, se esperaba un repunte importante por la inyección económica que se hizo después del desastre, pero el índice de competitividad ese año era incluso menor. Pero eso, no era relevante en nuestras vidas, lo que era importante para nosotros era entender por qué la intensa necesidad de nuestros cuerpos por estar cerca. La proximidad, quizá, llegó a distorsionar la imagen de lo que creíamos ser. Nunca he terminado de entender el porqué...

En Septiembre del mismo año, mientras en Morelia se detonaban dos explosiones en la celebración de la independencia, nosotros nos separábamos por primera vez. Es irónico, pero fue su honestidad la que me fracturó. Volteó la cara y empañó esa mirada infinita, que nunca busca mis ojos y que languidece en el suelo cada vez que tiene que hablarme de algo complejo para él. Aún hoy, no he entendido si eso le sucede porque odia lastimarme o porque le apenan sus actos. Siempre he querido imaginar que de alguna forma le preocupo.

Nuestra primera despedida fue insulsa, no supimos como hacerla, así que regresamos una y otra vez. Aunque al principio regresábamos todos los días durante ese año y medio, los regresos fueron cada vez más esporádicos, pero siempre con la medida exacta y la pasión necesaria. Hasta que se fue en Marzo del 2010, justo una semana después de prometerme que las miradas empañadas que se perdían en el infinito desaparecerían.  Sonreí, mientras se despedía de mí por teléfono. No captaba fácilmente la realidad pero aún así lloré. Esa fue nuestra mejor despedida, dramática, pero sobre todo terminante. Creo que fue ahí cuando dejé de amarlo, o mejor aún, cuando dejé de amarme. Al igual que México descubrió  tras un mes de angustia que Paulette estaba muerta; mi ser, en un principio secuestrado, terminó por aniquilarse a sí mismo.

En junio del 2010, el huracán Alex lavaba con fuerza su paso por Nuevo León y el río Santa Catarina, desbordado, arrastraba en su caudal construcciones que ya sólo eran viejas historias. Días antes, nos habíamos despedido nuevamente. Creo que lo que importó en esta despedida fue que Alex, terminó por lavar mi corazón la noche del 30 de Junio mientras esperaba sola y vacía un avión que me llevaría hacia el Pacífico.
 
Hemos ido perfeccionando nuestras despedidas, cada vez son más contundentes y  más precisas, cumplen con el propósito de alejarnos más. No es que no sintamos el amor loco, posesivo e intenso de Mateo, no es que no tengamos esa contractura en el alma cuando nos separamos, o al menos, no es que yo no lo sienta; pero también está presente el desgaste, la ausencia del perdón y esa imposibilidad de amar que Sara carga consigo.
 
Ya había pasado más de un año para el último trimestre del 2011, deseaba verlo, pero igual deseaba lastimarlo. En Tabasco ya no eran noticia los más de 360,000 damnificados por las fuertes lluvias de Octubre, tampoco lo era haber firmado el tratado de libre comercio con Centroamérica después de año y medio de negociaciones, o que por esos días, México estuviera obteniendo su tercer boleto para ir a Londres.  A ese punto, ya nada era importante. Así que pensé que un encuentro casual tampoco lo sería, pero lo fue. Siempre he tenido la curiosidad de saber en cuál despedida dejó de amarme.  Yo infiero que fue en la del 2011 mientras manejaba molesto a su trabajo, prometiéndose, que sería la última. Él siempre fue el más coherente.  
 
No sabía que su adicción a mí lo llevaría a buscarme tantas veces durante el 2012, y al igual que los discursos de las campañas electorales de ese año, mucho se fue en promesas incumplidas y en disturbios personales. En movimientos fugaces que no arreglaron nada. Así de inservible y pasajero como el movimiento "Yo soy 132", que sólo mostró la falta de organización civil de nuestro país y un activismo mediocre que no soluciona nada y nos vuelve más tolerantes ante un gobierno y un sistema político ineficiente.
 
Así, al fin cansada, en medio de las discusiones por las reformas educativa, energética, y fiscal, en Abril del 2013 y sin previo aviso decidí echarlo. A distancia nos despedimos nuevamente, jurando cerrar para siempre este ciclo. Pero me habló una mañana de Julio y nos despedimos nuevamente en Octubre. Fue diferente. Me  abrazó en la puerta, no lo esperaba, fue un abrazo pretencioso, de esos que quieren aparentar que no pasa nada pero que reflejan que al terminar todo se desmorona, que todo pende de una pequeña telaraña. Le di un beso y supe que sería la última despedida. Aún lo creo. Esa tarde me dijo que no sabía amar; pero quiso decir que no podía amarme, que nuestras muchas despedidas han quizá discapacitado cualquier posibilidad.
 
Me pregunto sí tendremos otra despedida, definitivamente cada vez lo hacemos mejor... No entiendo este amor tan urbano que nos profesamos, gris, pálido, que existe, que está dentro, pero tan desgastado, tan leve, tan autodestructivo, tan repetitivo, que a este punto, se vuelve complicado anclarlo.